Juan Sampelayo, en el prólogo a “Las terceras de ABC de Azorín”, señala que desde los primeros números del periódico: ……la “tercera” de ABC, que a lo largo del tiempo va a ser página de famosos e “inmortales” y en la que se va a entreverar desde la crónica política a la de los toros (……..) el articulista se asoma a esta “tercera”, que es uno de los más altos entorchados periodísticos, literarios o sencillamente políticos….
Efectivamente, pocos medios de comunicación han tenido el respeto y gozado del impacto de esta mítica plana del diario madrileño. Sería difícil encontrar una nómina de colaboradores tan ilustres y propuestas tan trascendentes como los y las del rotativo de los Luca de Tena.
Sin embargo, y sobre todo estos últimos años, también difícilmente encontraríamos colaboraciones tan plurales y de temática tan diversa, a pesar de la existencia de un corpus bastante homogéneo, como las que ha publicado Santiago Grisolía
En numerosas ocasiones, en actos públicos o viajes, he visto como personas de muy distinta índole y pelaje se acercaban a Santiago Grisolía como si de un icono científico se tratase. Pero el respeto y consideración debidos, y recibidos, cuadraba bastante mal con la amplia y variada inquietud intelectual de nuestro científico. Observaba que a menudo la reputación científica no permitía a los interlocutores valorar en su justa medida las opiniones de Grisolía en otros campos del saber o de la cotidianeidad. Parecía como sí estimación científica y valuación de otros temas estuviesen disociados en la apreciación de quienes se acercaban al profesor. Por eso la posibilidad de reunir las colaboraciones periodísticas (mayoritariamente “terceras” de ABC) me parece una feliz iniciativa para acercarnos a las ideas y propuestas sobre tantos temas, y tan diversos, que han sido objeto de su interés.
Una de las afirmaciones constantes del profesor es aquella que une, no como elementos de modesta convivencia sino como unidad absoluta, cultura y ciencia. Ciencia y cultura forman un todo indisoluble aunque algunos prefieran contemplarlos como partes autónomas de un absoluto que sería el saber. No es que sea conveniente para un profesional de la cultura tener nociones de ciencia o para un científico conocer el nombre de escritores o artistas destacados. No es sólo eso. Cultura y ciencia son tan complementarias para la plenitud personal como pensar y respirar, dos parcelas del ser distintas pero totalmente unidas y precisas.
No podemos tachar de anecdótico que alguno de los mejores poetas actuales sean profesores universitarios de facultades científicas (especialmente matemáticas) ni tampoco que Ramón y Cajal utilizara la fotografía como medio de expresión. O que el Pío Baroja, en los primeros cuentos y especialmente en los valencianos, solo adquiera su plena solidez a la luz de su condición de médico. Y ya que hablamos de médicos ¿sería posible sin la formación galénica, a pesar de no haber ejercido jamás como tal, una literatura tan diseccionadora como la de Vicente Muñoz Puelles? ¿Y que me dicen de la obra pictórica o escultórica de artistas como Yturralde, Sempere o el mismo Andreu Alfaro? Mucho me temo que más allá del amplísimo anecdotario o listado de ilustres científicos-artistas, científicos-escritores, sólo la conjunción entre arte y ciencia puede satisfacer la necesidad personal y colectiva del conocimiento, además claro está de motivar el citado listado.
Si de entre las muchas definiciones de cultura parece aceptarse, mayoritariamente aunque como un mínimo común, que esta engloba todo aquello que genera el individuo con la esperanza de modificar, si ello fuera posible, las condiciones personales y colectivas, que duda cabe que la ciencia es una parte esencial de esa concepción cultural.
Seguramente algunos lectores de las “terceras” de Grisolía creían que nuestro profesor iba a manifestar única y exclusivamente sus preocupaciones sobre temas de su especialidad científica. Así ha sido en ocasiones, baste recordar que ya en sus primeras colaboraciones podíamos encontrar referencias a temas tan actuales, pero en aquellos momentos tan desconocidos, como el genoma. La bioquímica, evidentemente, podemos rastrearla en bastantes artículos. Pero la preocupación social, política y cultural adquiere unas dimensiones que exceden con mucho la simple curiosidad.
Grisolía no es un científico que vive ensimismado en su laboratorio y a quien poco le incomoda lo que ocurre fuera de su profesión. Se trata de un individuo con un afán intenso por cualquier problema o propuesta. Desde la creación artística a las elecciones de un país, como son los EE.UU. que tan bien conoce, cualquier cuestión es objeto de reflexión y análisis. La geografía y la historia, los sentimientos populares y las indagaciones médicas, la problemática de la investigación en España o la agresividad y tolerancia, la política interior y exterior o las estructuras cívicas, la crisis de las energías o la recuperación de la memoria de personajes ilustres, cualesquiera interrogantes que puedan planteársele al ciudadano de a pié son objeto de interés para él. Pero permítanme que destaque un motivo recurrente en sus escritos: la paz.
No sé si se debe a su propia experiencia o a las cuitas que sin duda le narraría su maestro y buen amigo Severo Ochoa pero la necesidad de excluir las guerras y todo tipo de enfrentamiento bélico aparecen periódicamente como tema relevante. Si la Guerra Civil (la incivil guerra del 36-39) fue traumática para todos los que la vivieron o soportaron sus consecuencias posteriores, imagino que para aquellos que además tuvieron que emigrar para poder fortalecerse como personas y como profesionales debió ser espeluznante. Da lo mismo que las razones de esa emigración fueran económicas, políticas, religiosas o de carácter científico, en cualquier caso tuvieron que huir de su entorno natural además de pechar con las imágenes y desolladura de la contienda.
De ahí que la paz, la necesidad de vivir libremente sin violencias, aparezca como argumento tan a menudo. Uno especialmente merece mi mayor interés, “Psalmus Humanus”, aparecido en el año 2002. Se trata de un comentario sobre unos versos de Albert Szent Györgi, premio Nobel por sus investigaciones de la Vitamina C, cuyo manuscrito descubrió Grisolía entre los papeles de Severo Ochoa y que posteriormente editaría en versión trilingüe con su correspondiente música. Los versos son un grito desgarrado y profundo, no sé si pesimista pero del pesimismo que nos empuja a la decisión para transformar lo probable, a favor del cese de toda violencia.
Como es fácil comprobar, el libro de estas colaboraciones periodísticas del profesor Grisolía ofrece mucho más de lo que en principio pudiéramos imaginar. Las inquietudes y preocupaciones, también las esperanzas, son tan diversas, múltiples y, ocasionalmente, heterodoxas que la publicación de las mismas nos permiten acercarnos a la amplia personalidad de un científico cuyos límites van más allá de las meras suposiciones de interés profesional. Nos permiten establecer el alto grado de compromiso de un científico con su sociedad más allá de la estricta labor de especialista. Nos permiten comprender que nuestros esterotipos son insuficientes para acomodar la amplia personalidad de algunos de nuestros intelectuales y científicos, la riqueza de tanto pensamiento que una sociedad esterilizada por tópicos e inercias aunque parece respetar suele depositar en el arca más pudibunda.
Siempre es de agradecer la aparición de un libro, por lo que tiene de depósito moral, ético y formativo para el futuro, pero en este caso la Institució Alfons el Magnànim nos brinda la oportunidad de contar con un arsenal de ideas, proposiciones y sugerencias cuya finalidad solo beneficios puede reportar a esta sociedad nuestra tan necesitada de estímulos.
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