Cuando con motivo de las celebraciones de “Valencia, capital de la República”, hace ya unos años, contemplé la fotografía de Robert Capa en la que una niña sentada sobre un fardo expresa toda la soledad pero también el desamparo que toda guerra genera en los más pequeños, pensé que la odisea de tantos y tantos pequeños huérfanos o abandonados en aquella incivil Guerra del 36-39 no había sido contemplada en toda su dimensión por los estudiosos y publicistas del período bélico y posterior. Nos interesa la magnitud de las batallas, el esfuerzo de los combatientes menos pero tambien presente, el caos y sufrimiento de la retaguardia, los acontecimientos y anecdotarios del frente o de las ciudades alejadas pero en pocas ocasiones nos adentramos en el drama de las niñas y niños que perdieron padres, hermanos, familiares, identidad y , en no pocas ocasiones, la vida a pesar de no tener ninguna responsabilidad ni interés en aquella contienda. En aquella y en todas.
Las guerras engendran monstruos perennes que van más allá de los estrictos días de batallas y disparos. Producen rencores, secuelas físicas y morales, bancarrotas y enriquecimientos ilícitos, destrucciones, heridas y muerte, pero acaso en aquellos niños y niñas que sobreviven originan una lacra peor: el descorazonador senitmiento que todo es injusto y violento en la propia vida. Que nada merece comprenderse y estimarse.
No es cierto, lo que tantas veces algún ingenuo ha dicho, que los niños contemplan la guerra como un juego distante pero divertido. La mirada de la niña de Capa destruye cualquier veleidad de ese tipo.
Y si la guerra es algo más que una desgracia cotiddiana en la existencia de los menores, el exilio tiene la doble faceta de pérdida e intento de recuperación. Pérdida en cuanto será constante el recuerdo de lo que fue una infancia más o menos feliz pero propia y ahora machacada y arrebatada sin miramiento. Recuperación porque esa es la única posibilidad de restacar alguna de las identidades, sensibilidades o secuencias truncadas. Difícil asunción, en cualquier caso, la de armonizar el dolor de unas ausencias y pérdidas irreparables con la ínfima esperanza de retrobarse.
Da lo mismo que el exilio sea en los arenales pechados por senegaleses en el oeste francés que en el más o menos selecto Colegio Madrid de México. Aquí no vale el “trasterrarse” de los intelectuales republicanos, en el mejor de los casos es un transplante y ya se sabe que el rechazo a tales prácticas (médicas o no) es constante.
Hoy nos hallamos ante una muestra, ambiciosa, documentada y exigente de ese exilio infantil. Un exilio que abarca de la antigua Unión Soviética a Argentina. Europa y América especialmente pero también los otros continentes recibieron niñas y niños que huían de la violencia bélica pero también de la inseguridad y desazón de un futuro más que oscuro. Un exilio que les cortaba raíces cuando no su propio ser, tanto en el exterior como en el interior.
Las duras evacuaciones, la sensación de no saber que va a ser de ti, los cambios bruscos de costumbres y lengua, la ausencia de los seres queridos, tantas y tantas situaciones dramáticas las vemos hoy con el distanciamiento del documento histórico, pero sería conveniente que recordásemos que esos niños bien pudieron ser, lo son, muchos de nosotros y de nuestro entorno. Que las fotografías y objetos que se exponen son tan nuestros, nos representan tanto, como el dolor de toda una sociedad por unos pasajes históricos demenciales. La aguja de alambre de la verja del campo de concentración francés que un marido le proporcionó a su mujer para que tejiese unos peucos a su niña son una acusación perpetua para todos aquellos que propiciaron, y propician, guerras y exilios. Las botitas, con suela de madera, de un niño es una horma hiriente para todos los pies de quienes jalean y propician la sangre fácil y el dolor ajeno. Las cartas de tantos niños que la censura, o la muerte de sus padres, impidió llegar a sus destinatarios son documento indestructible acusatorio de todos cuantos creen que la libertad de las personas puede ser quebrantada por intereses espúreos e indignos.
En fín, la exposición es toda ella la mejor muestra, y recordatorio, de unas situaciones y tiempos que no sólo quisieramos pasados sino inviables por nunca jamás. Pero tambien manifestación de una tragedia y dolor en unos inocentes que sufrieron como nadie las consecuencias del rencor incívico y demencial de un país desmemoriado.
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