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18 febrer 2013 by Jesús Huguet Leave a Comment

Una expulsión injusta y suicida

La Expulsión de los judíos de España en 1492 aparece a menudo como la culminación de un proceso inquisitorial que privó a todo un país de parte de sus mejores profesionales y también de ejemplares ciudadanos. Evidentemente el concepto de ciudadanía en el XV y en el XXI puede ser dispar pero no es menos evidentemente que muchos de aquellos que tuvieron que salir forzosamente personificaban un ejemplo de decoro y mesura modélicos.

La diáspora significó sin embargo mucho más que una pérdida cívica. En primer lugar, una injusticia, se mire como se mire, tanto moral como ética y jurídica. Jurídica porque aún siendo una disposición dictada por aquel que tenía autoridad para ello, estaba dirigida contra una parte de la sociedad (no era socialmente universal, para toda la nación) y no respondía a los intereses de un pueblo sino de un grupo concreto y sectario (no podemos olvidar que la anterior revuelta de 1391 fue, como tantas, producto de la ceguera de una facción del clero español).

La pérdida de muchas de las mentes más privilegiadas de todo el país será sin duda una de las razones que nos permiten tachar de suicida la disposición de 1492. Ya con anterioridad acciones inquisitoriales como la ejecución de Lluís Alcanyís (el médico y escritor valenciano que aparece en el primer libro publicado en España) habían cercenado la importancia y trascendencia del judaísmo hispánico. Si la medicina de la casa real de Aragón siempre estuvo dirigida por judíos (algunas de sus actuaciones y costumbres perdurarán siglos en la realeza española, caso de la circuncisión), la hacienda castellana no era posible sin la aportación de personajes como Luís de Santángel.

Con todo la pérdida y suicidio más relevantes lo apreciamos en la propia capacidad crítica y ética de las gentes de cualquier nivel social. El fácil y trasnochado recurso religioso de la clerecía católica variando el pueblo elegido a pueblo culpable propiciaría una dolorosa y estéril actitud de la masa contra la convivencia y la razón. Así no es extraño que alguno de los más transcendentes pensadores, como Joan Lluís Vives, abandonase el país para no volver jamás a pesar de su ortodoxia cristiana. Alguien podrá aducir que el exilio permitió que la producción de los transterrados siguiese en otras latitudes, afirmación discutible desde mi óptica porque nunca, los expulsados, olvidaron sus costumbres, ni su lengua, ni sus propósitos, por lo cual su visión y esperanza siempre estaría depositado en el origen (lo de las llaves, trasmitidas de generación en generación, es un buen ejemplo).

La Península Ibérica perdió la oportunidad de pasar de cabeza del mundo nuevo que se avecinaba a lastre de las más tristes y renqueantes concepciones de la cosa pública. No es ocioso recordar como el empuje de la segunda mitad del XV irá decayendo en función de la pérdida de algunos de los protagonistas expulsados. Durante algunos años aún se aprovecharon sus esfuerzos pero poco a poco se manifestó el declive que llevaría a una sociedad, sino modélica por lo menos convivencial, al pesaroso, mustio y funesto desenlace de la Decadencia. Al suicidio, no sólo moral, de todo un país.

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